La
pregunta de cómo se analizan textos se ha vuelto una cuestión central para las
metodologías de las ciencias sociales, tanto por la importancia teórica que ha
logrado la noción de discurso, como por la toma de conciencia que se ha
adquirido ante el hecho de que la mayoría de los investigadores, tarde o
temprano, se enfrentan a textos, o a signos de
diversa naturaleza (no necesariamente lingüísticos), que requieren ser leídos
para su correcta interpretación. Y esa lectura exige análisis.
Esto
ocurre no sólo en áreas del saber cómo la lingüística o la semiótica donde lo
anterior pareciera evidente y obvio. Las observaciones etnográficas, la
revisión histórica de Documentos, la
investigación sociológica de la interacción, la sociología del conocimiento, la
psicología social, etc., se enfrentan a diálogos, a textos escritos, a
entrevistas, etc., es decir, a lenguaje. Además, luego de la necesaria etapa de
recolección y confección del corpus que será sometido a análisis, los
investigadores producen textos acerca de esos textos en una suerte de doble
hermenéutica (ver Sayago 2007).
A
lo anterior se agrega la opacidad de los discursos: sabemos que el lenguaje no
es transparente, los signos no son inocentes, que la connotación va con la
denotación, que el lenguaje muestra, pero también distorsiona y oculta, que a
veces lo expresado refleja directamente lo pensado y a veces sólo es un indicio
ligero, sutil, cínico.
Esta
opacidad plantea, entre otros, toda una línea de discusión semiológica que
tiene que ver con la relación entre los
signos y sus referentes, discusión de la cual Saussure (1997) prescinde al optar
por el principio de inmanencia, pero que Barthes (1971) actualiza, lo mismo que
Verón (1984, 1998). A su vez, la evidente opacidad del lenguaje abre una
discusión psico-lingüística que permite superar la noción saussuriana clásica que
considera al lenguaje como un código (transparente). Ya no basta explicar la
comunicación humana como un proceso de codificación y decodificación pues ésta
tiene un componente fuertemente inferencial (Grice 1975, Sperber y Wilson
1994), lo que significa que a menudo importa más la inferencia que los signos provocan
que el significado literal de ellos, o sea, las palabras significan mucho más
de lo que dicen.
Ante
esta tricotomía constituida por la importancia
analítica de los discursos, la
doble hermenéutica y la opacidad de los signos, resulta clara la necesidad de contar con herramientas
de análisis que nos ayuden tanto teórica como metodológicamente.
Finalmente,
desde una perspectiva más bien política, podemos agregar otro elemento
explicativo respecto de la importancia que ha adquirido lo discursivo y sus
correspondientes metodologías de análisis en las Ciencias Sociales. Se trata
del surgimiento de aquello que Fraser (2003) llama “las luchas a favor del reconocimiento
de la diferencia” y que tienen relación con las batallas políticas que
se comenzaron a dar a partir de los ’80 en torno a temas emergentes como los de
sexualidad, género, etnicidad, etc. Nos referimos a dinámicas en cuyo centro
encontramos las nociones de identidad y cultura que comienzan a desplazar a otras,
como las de redistribución igualitaria, estructura social o la de clase.
Evidentemente, en la problemática cultural e identitaria el lenguaje juega un
rol central, mucho más prominente que en la problemática de clase social. Y en
la búsqueda de explicaciones y soluciones, el discurso es señalado, a menudo,
como un lugar donde los prejuicios, estereotipos, representaciones negativas,
etc. se re-producen.
Finalmente,
junto a la cuestión identitaria surge, también en los ’80, una corriente que se
llama a sí misma “postmarxista” que rescatando ciertos elementos del marxismo,
sepultando otros y agregando ideas liberales, pone al lenguaje en el centro de
sus argumentaciones teóricas y de su armazón conceptual. Postulan que lo
discursivo es una dimensión crucial en el establecimiento de los vínculos y de
las relaciones sociales. Exponentes de esta corriente son, por ejemplo, Laclau
y Mouffe (2004).
Esta
convicción de considerar útil leer los discursos para leer la realidad social,
se relaciona directamente con el ya mencionado giro discursivo que plantea una
perspectiva nueva y alternativa a la de la filosofía de la conciencia respecto
de los objetos de estudio y la objetivación de lo conocido. Podríamos decir que
con el giro discursivo se pasa de un paradigma que ponía las ideas y la
introspección racional en el centro de la observación certera del mundo, a otro
que prioriza la observación y el análisis de los discursos.
Esto
implica un cambio epistémico radical en la mirada científica. Como bien lo
aclara Ibáñez (2003), la dicotomía mente/mundo es reemplazada por la dualidad
discurso/mundo. En esta visión, el lenguaje no se considera solamente un
vehículo para expresar y reflejar nuestras ideas, sino un factor que participa
y tiene injerencia en la constitución de la realidad social. Es lo que se
conoce como la concepción activa del lenguaje, que le reconoce la capacidad de
hacer cosas (Austin 1982) y que, por lo mismo, nos permite entender lo
discursivo como un modo de acción.
Por
consiguiente lo social como objeto de observación no puede ser separado ontológicamente de los discursos que en la
sociedad circulan. Estos discursos, además y a diferencia de las ideas, son observables
y, por lo mismo, constituyen una base empírica más certera que la introspección
racional. Todo lo anterior permite afirmar que el conocimiento del mundo no
radica en las ideas, sino en los enunciados que circulan. Como vemos,
este paradigma le reconoce al lenguaje una función no sólo referencial
(informativa) y epistémica (interpretativa),
sino también realizativa
(creativa), o, generativa (Echeverría
2003).
En
esta misma línea, toda una corriente de estudio conocida como Análisis Crítico
del Discurso (ACD) entiende y define el discurso como una práctica social
(Fairclough 1992, 2003, van Dijk 2000) y desde esa convicción inicia y
justifica sus análisis discursivos como análisis sociales.
Dicho
todo lo anterior, entenderemos por qué, bajo esta perspectiva teórica, se
concibe el discurso como una forma de acción. Entonces, en ese sentido,
analizar
el discurso que circula en la sociedad es analizar una forma de acción social.
No
olvidemos que también la opacidad es una parte inherente del lenguaje y de la
producción significa en general. Nos encontramos entonces con dos importantes
consideraciones que justifican y explican el análisis de los discursos que se
producen y circulan en nuestra sociedad: por un lado, son una práctica social
(Fairclough 1992, 1995), es decir, nos permiten realizar acciones sociales, por
lo mismo, resulta importante analizar los discursos y así tratar de leer la
realidad social; por otro, dada la opacidad que acompaña naturalmente a los
procesos discursivos, el análisis no sólo es útil, sino que se hace necesario.
Trataremos
de graficar y comprender mejor eso de la opacidad efectuando un paralelo
pedagógico con un descubrimiento genial de Marx que si bien dice relación con
la economía, puede ser aplicado a lo discursivo. Cuando este pensador alemán
estudia las prácticas materiales que genera la estructura de la economía capitalista
concluye lo siguiente: el carácter real de la práctica económica es
ocultado por las apariencias. Esto lleva a Marx a reconocer que la
relación entre ideas y realidad está mediada por el nivel de las apariencias,
el cual forma parte de la esfera de las formas fenomenales (Marx 2008).
De
este modo, distingue entre un nivel inmediatamente presente en la superficie de
las sociedades capitalistas: el de la
circulación (o intercambio) de mercancías, y otro que opera bajo o
detrás de la superficie. En parte el verdadero funcionamiento del
proceso de producción se manifiesta a través del nivel visible del intercambio,
pero, en parte muy importante, también es ocultado por éste mismo nivel (véase
Larraín 2007). Es esta distinción entre dos niveles de la realidad el que
después lleva a afirmar a Zizek (2003) que es Marx quien inventa la noción de
síntoma. Siendo el síntoma lo visible, y aquello que, a su vez, esconde las dimensiones
no visibles que le dan forma, que lo sintetizan –y que interesan al analista.
¿Y
eso qué tiene que ver con el AD? Es justamente siguiendo esa distinción entre
las formas presentes en la superficie discursiva y los procesos opacos en el
lado de la producción, entre el síntoma y el núcleo oculto que le da origen y forma, como debemos
analizar los discursos, es decir, entenderlos como síntomas, no como espejos
que necesariamente reflejan de manera transparente la realidad social, ni los
pensamientos o intenciones de las personas. Así, lo que ocurre en el
nivel de la circulación de los discursos no es necesariamente un reflejo de lo
ocurrido en el nivel de su producción, lo que quedan son huellas, pistas, hebras,
síntomas que el analista debe saber describir e interpretar. Porque, claro, si
los discursos fueran transparentes, ¿qué sentido tendría hacer análisis? Entonces
bien, al entender la opacidad llegamos a la justificación del análisis, y al
comprender que el discurso es una forma de acción, encontramos el sentido y el
propósito del análisis.
De
acuerdo a lo dicho y por lo mismo, el analista del discurso debería asumir que
el contenido manifiesto de un texto puede en ciertas circunstancias ser un dato
engañoso. En ese sentido, antes que reificarlo, a menudo hay que aceptar la
relatividad del dato discursivo (Santander 2007). Distingamos, al respecto,
tres situaciones fundamentales que deben formar parte de nuestra claridad
teórica previa al análisis.
·
El
contenido de un texto, aquello que está en la superficie de la estructura
textual, en ocasiones puede resultar confuso, por ejemplo, cuando se emplean
iguales estrategias lingüísticas para propósitos antagónicos (Tannen 1996); por
ejemplo, el uso del adverbio personal “tú” en ocasiones puede marcar cercanía,
pero en otras lejanía entre los interlocutores; o el uso del silencio en la comunicación
humana, a veces puede ser una marca de sumisión y otras de protesta.
·
En
ocasiones lo dicho puede resultar secundario, por ejemplo, cuando el género
discursivo prima sobre el contenido del evento, situación ya advertida por
Horkheimer y Adorno (1969) y que ocurre, por ejemplo, en el caso de los reality
show o de las teleseries donde se repiten siempre los mismos personajes, las
mismas situaciones; o incluso en los noticiarios, en los cuales año tras año vemos
las mismas noticias acerca de desastres, de delincuencia, del Tercer Mundo,
etc.
·
distorsionador,
o sea, cuando el lenguaje cumple una función ideológica al describir el mundo (Voloshinov 1992), por ejemplo, ¿por
qué nos llaman Tercer Mundo, qué
situación describe exactamente la expresión daños colaterales?
Dr.
Pedro Santander
como profundizar específicamente como analizar undiscurso
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