jueves, 20 de julio de 2017

La defensa del bosque Tsimane


Ismael Guzmán Torrico es sociólogo de CIPCA Beni

Actualmente se desarrolla en Mojos una peculiar caminata indígena, y muy pocos nos hemos enterado en el país al respecto. Se trata de la “Caminata de reafirmación de nuestro derecho histórico sobre el área de bosque Tsimane”, iniciada el 5 de julio por indígenas mojeños, movimas y tsimanes, y cuya duración estimada será de 12 días. Esta caminata forma parte de las estrategias de resistencia indígena ante el riesgo de que el Gobierno dote el bosque Tsimane a otros sectores sociales para su aprovechamiento, desnaturalizando así su condición de territorio indígena ancestral.
Recordemos que, como resultado de la primera marcha indígena de 1990 denominada “Por el territorio y la dignidad”, el Estado reconoció la propiedad indígena de esta área mediante el DS 22611, el cual establece que ese espacio territorial les será restituido una vez concluyan los contratos de concesión forestal aún vigentes. La actual caminata confirma, una vez más, que aún no se ha superado el histórico conflicto entre el Estado y los pueblos indígenas, resultante de la contraposición de lógicas e intereses distintos entre ambos.
La historia de la relación entre los pueblos indígenas y el Estado fue invariablemente de resistencia de los primeros y de negación del segundo; cada cual desde su visión y sentido históricos, aún con los actuales preceptos constitucionales. En esta relación de conflicto con el Estado, la acción de los pueblos indígenas, como la de esta caminata, ratifica la continuidad de al menos dos componentes que hacen a su naturaleza socio-cultural: la defensa intransigente del territorio indígena y la estrategia de defensa empleada.
La defensa del territorio no responde a una agenda monotemática, pues también reivindica la autonomía indígena, la participación política, el desarrollo a partir de sus lógicas, etcétera. Pero el territorio es la base de su forma cultural, por tanto, es la temática más sensible y prioritaria de su agenda.
El territorio fue el tema intrínseco de las nueve marchas indígenas realizadas en las últimas tres décadas, e indudablemente aún lo continuará siendo, puesto que solamente se han logrado restituciones territoriales parciales, espacios residuales, fragmentados por fronteras político administrativas o de otra índole; con espacios geográficos discontinuos, coartados por otros tipos de propiedad; con su diversidad ecológica restringida y en algunos casos, hasta cercenada. Además, con un proceso de saneamiento inconcluso y una seguridad territorial debilitada, la prioridad de la agenda indígena se ha visto reducida.
Ya estamos familiarizados con las marchas indígenas desde la Amazonía hasta la ciudad de La Paz, a través de un conmovedor despliegue de esfuerzo físico. El sacrificio colectivo e individual de estas movilizaciones equivale a la dimensión del riesgo o la afectación de sus históricos espacios de vida material y espiritual. Las marchas indígenas no buscan evidenciar el conflicto, son la búsqueda de un encuentro de diálogo. No son una manifestación en pro de una demanda postergada y menos de una adicional; constituyen un pedido de respeto a lo que se tuvo y a lo que aún se tiene. Las marchas indígenas son una vía dirigida a evitar el conflicto.
En el caso de la caminata que hoy nos ocupa, se trata de una movilización similar a la marcha indígena en su sentido simbólico, pero distinta en su interlocutor: es una caminata hacia dentro del territorio, es un encuentro consigo mismos; “con el lugar de dónde venimos”, en palabras de uno de los líderes indígenas; un reencuentro con los espíritus protectores de su territorio para reafirmar su defensa.
Pareciera que ni el Estado ni la sociedad han logrado comprender aún estas formas extremadamente pacíficas de protesta. Urge superar la clásica acción de confrontación establecida en los protocolos de gestión de conflictos. Las formas pacíficas no son necesariamente expresiones de debilidad. El movimiento indígena lleva siglos resistiendo bajo sus propios métodos de defensa del territorio. Las marchas indígenas ya llevan 27 años sucediéndose, y si bien el Estado se ha portado muy poco flexible ante su resistencia, los pueblos indígenas tampoco fueron desarticulados como movimiento político.
Al parecer tampoco logramos comprender las connotaciones humanas, espirituales ni políticas de estas formas de protesta, que son en esencia formas de resistencia. Pareciera que quedamos indiferentes ante tanto pacifismo; insensibles ante los densos códigos culturales que manejan en su acción movilizadora; de ahí el estado de negación en el que subsisten. Para los pueblos indígenas, la plurinacionalidad del país es aún una utopía.
Esta intracaminata de reafirmación del derecho sobre el bosque Tsimane es una más de las microacciones de resistencia que realizaron y continúan realizando los pueblos indígenas en la Amazonía del país. En estos últimos tiempos, esas acciones de baja visibilidad están especialmente relacionadas con megaproyectos que amenazan los territorios indígenas, aunque de causa distinta a la del caso específico del bosque Tsimane.

lunes, 3 de julio de 2017

¿POR QUÉ ANALIZAR EL DISCURSO? Y ¿CÓMO HACER ANÁLISIS DEL DISCURSO?



La pregunta de cómo se analizan textos se ha vuelto una cuestión central para las metodologías de las ciencias sociales, tanto por la importancia teórica que ha logrado la noción de discurso, como por la toma de conciencia que se ha adquirido ante el hecho de que la mayoría de los investigadores, tarde o temprano, se enfrentan a textos, o a signos de  diversa naturaleza (no necesariamente lingüísticos), que requieren ser leídos para su correcta interpretación. Y esa lectura exige análisis.
Esto ocurre no sólo en áreas del saber cómo la lingüística o la semiótica donde lo anterior pareciera evidente y obvio. Las observaciones etnográficas, la revisión histórica de  Documentos, la investigación sociológica de la interacción, la sociología del conocimiento, la psicología social, etc., se enfrentan a diálogos, a textos escritos, a entrevistas, etc., es decir, a lenguaje. Además, luego de la necesaria etapa de recolección y confección del corpus que será sometido a análisis, los investigadores producen textos acerca de esos textos en una suerte de doble hermenéutica (ver Sayago 2007).
A lo anterior se agrega la opacidad de los discursos: sabemos que el lenguaje no es transparente, los signos no son inocentes, que la connotación va con la denotación, que el lenguaje muestra, pero también distorsiona y oculta, que a veces lo expresado refleja directamente lo pensado y a veces sólo es un indicio ligero, sutil, cínico.
Esta opacidad plantea, entre otros, toda una línea de discusión semiológica que tiene que ver con la relación  entre los signos y sus referentes, discusión de la cual Saussure (1997) prescinde al optar por el principio de inmanencia, pero que Barthes (1971) actualiza, lo mismo que Verón (1984, 1998). A su vez, la evidente opacidad del lenguaje abre una discusión psico-lingüística que permite superar la noción saussuriana clásica que considera al lenguaje como un código (transparente). Ya no basta explicar la comunicación humana como un proceso de codificación y decodificación pues ésta tiene un componente fuertemente inferencial (Grice 1975, Sperber y Wilson 1994), lo que significa que a menudo importa más la inferencia que los signos provocan que el significado literal de ellos, o sea, las palabras significan mucho más de lo que dicen.
Ante esta tricotomía constituida por la importancia  analítica  de los discursos, la doble hermenéutica y la opacidad de los signos, resulta  clara la necesidad de contar con herramientas de análisis que nos ayuden tanto teórica como metodológicamente.
Finalmente, desde una perspectiva más bien política, podemos agregar otro elemento explicativo respecto de la importancia que ha adquirido lo discursivo y sus correspondientes metodologías de análisis en las Ciencias Sociales. Se trata del surgimiento de aquello que Fraser (2003) llama “las luchas a favor del reconocimiento de la diferencia” y que tienen relación con las batallas políticas que se comenzaron a dar a partir de los ’80 en torno a temas emergentes como los de sexualidad, género, etnicidad, etc. Nos referimos a dinámicas en cuyo centro encontramos las nociones de identidad y cultura que comienzan a desplazar a otras, como las de redistribución igualitaria, estructura social o la de clase. Evidentemente, en la problemática cultural e identitaria el lenguaje juega un rol central, mucho más prominente que en la problemática de clase social. Y en la búsqueda de explicaciones y soluciones, el discurso es señalado, a menudo, como un lugar donde los prejuicios, estereotipos, representaciones negativas, etc. se re-producen.
Finalmente, junto a la cuestión identitaria surge, también en los ’80, una corriente que se llama a sí misma “postmarxista” que rescatando ciertos elementos del marxismo, sepultando otros y agregando ideas liberales, pone al lenguaje en el centro de sus argumentaciones teóricas y de su armazón conceptual. Postulan que lo discursivo es una dimensión crucial en el establecimiento de los vínculos y de las relaciones sociales. Exponentes de esta corriente son, por ejemplo, Laclau y Mouffe (2004).
Esta convicción de considerar útil leer los discursos para leer la realidad social, se relaciona directamente con el ya mencionado giro discursivo que plantea una perspectiva nueva y alternativa a la de la filosofía de la conciencia respecto de los objetos de estudio y la objetivación de lo conocido. Podríamos decir que con el giro discursivo se pasa de un paradigma que ponía las ideas y la introspección racional en el centro de la observación certera del mundo, a otro que prioriza la observación y el análisis de los discursos.
Esto implica un cambio epistémico radical en la mirada científica. Como bien lo aclara Ibáñez (2003), la dicotomía mente/mundo es reemplazada por la dualidad discurso/mundo. En esta visión, el lenguaje no se considera solamente un vehículo para expresar y reflejar nuestras ideas, sino un factor que participa y tiene injerencia en la constitución de la realidad social. Es lo que se conoce como la concepción activa del lenguaje, que le reconoce la capacidad de hacer cosas (Austin 1982) y que, por lo mismo, nos permite entender lo discursivo como un modo de acción.
Por consiguiente lo social como objeto de observación no puede ser separado  ontológicamente de los discursos que en la sociedad circulan. Estos discursos, además y a diferencia de las ideas, son observables y, por lo mismo, constituyen una base empírica más certera que la introspección racional. Todo lo anterior permite afirmar que el conocimiento del mundo no radica en las ideas, sino en los enunciados que circulan. Como vemos, este paradigma le reconoce al lenguaje una función no sólo referencial (informativa) y epistémica (interpretativa),  sino  también realizativa (creativa), o,  generativa (Echeverría 2003).
En esta misma línea, toda una corriente de estudio conocida como Análisis Crítico del Discurso (ACD) entiende y define el discurso como una práctica social (Fairclough 1992, 2003, van Dijk 2000) y desde esa convicción inicia y justifica sus análisis discursivos como análisis sociales.
Dicho todo lo anterior, entenderemos por qué, bajo esta perspectiva teórica, se concibe el discurso como una forma de acción. Entonces, en ese sentido, analizar el discurso que circula en la sociedad es analizar una forma de acción social.
No olvidemos que también la opacidad es una parte inherente del lenguaje y de la producción significa en general. Nos encontramos entonces con dos importantes consideraciones que justifican y explican el análisis de los discursos que se producen y circulan en nuestra sociedad: por un lado, son una práctica social (Fairclough 1992, 1995), es decir, nos permiten realizar acciones sociales, por lo mismo, resulta importante analizar los discursos y así tratar de leer la realidad social; por otro, dada la opacidad que acompaña naturalmente a los procesos discursivos, el análisis no sólo es útil, sino que se hace necesario.
Trataremos de graficar y comprender mejor eso de la opacidad efectuando un paralelo pedagógico con un descubrimiento genial de Marx que si bien dice relación con la economía, puede ser aplicado a lo discursivo. Cuando este pensador alemán estudia las prácticas materiales que genera la estructura de la economía capitalista concluye lo siguiente: el carácter real de la práctica económica es ocultado por las apariencias. Esto lleva a Marx a reconocer que la relación entre ideas y realidad está mediada por el nivel de las apariencias, el cual forma parte de la esfera de las formas fenomenales (Marx 2008).
De este modo, distingue entre un nivel inmediatamente presente en la superficie de las sociedades capitalistas: el de la  circulación (o intercambio) de mercancías, y otro que opera bajo o detrás de la superficie. En parte el verdadero funcionamiento del proceso de producción se manifiesta a través del nivel visible del intercambio, pero, en parte muy importante, también es ocultado por éste mismo nivel (véase Larraín 2007). Es esta distinción entre dos niveles de la realidad el que después lleva a afirmar a Zizek (2003) que es Marx quien inventa la noción de síntoma. Siendo el síntoma lo visible, y aquello que, a su vez, esconde las dimensiones no visibles que le dan forma, que lo sintetizan –y que interesan al analista.
¿Y eso qué tiene que ver con el AD? Es justamente siguiendo esa distinción entre las formas presentes en la superficie discursiva y los procesos opacos en el lado de la producción, entre el síntoma y el núcleo  oculto que le da origen y forma, como debemos analizar los discursos, es decir, entenderlos como síntomas, no como espejos que necesariamente reflejan de manera transparente la realidad social, ni los pensamientos o intenciones de las personas. Así, lo que ocurre en el nivel de la circulación de los discursos no es necesariamente un reflejo de lo ocurrido en el nivel de su producción, lo que quedan son huellas, pistas, hebras, síntomas que el analista debe saber describir e interpretar. Porque, claro, si los discursos fueran transparentes, ¿qué sentido tendría hacer análisis? Entonces bien, al entender la opacidad llegamos a la justificación del análisis, y al comprender que el discurso es una forma de acción, encontramos el sentido y el propósito del análisis.
De acuerdo a lo dicho y por lo mismo, el analista del discurso debería asumir que el contenido manifiesto de un texto puede en ciertas circunstancias ser un dato engañoso. En ese sentido, antes que reificarlo, a menudo hay que aceptar la relatividad del dato discursivo (Santander 2007). Distingamos, al respecto, tres situaciones fundamentales que deben formar parte de nuestra claridad teórica previa al análisis.
·         El contenido de un texto, aquello que está en la superficie de la estructura textual, en ocasiones puede resultar confuso, por ejemplo, cuando se emplean iguales estrategias lingüísticas para propósitos antagónicos (Tannen 1996); por ejemplo, el uso del adverbio personal “tú” en ocasiones puede marcar cercanía, pero en otras lejanía entre los interlocutores; o el uso del silencio en la comunicación humana, a veces puede ser una marca de sumisión y otras de protesta.
·         En ocasiones lo dicho puede resultar secundario, por ejemplo, cuando el género discursivo prima sobre el contenido del evento, situación ya advertida por Horkheimer y Adorno (1969) y que ocurre, por ejemplo, en el caso de los reality show o de las teleseries donde se repiten siempre los mismos personajes, las mismas situaciones; o incluso en los noticiarios, en los cuales año tras año vemos las mismas noticias acerca de desastres, de delincuencia, del Tercer Mundo, etc.
·         distorsionador, o sea, cuando el lenguaje cumple una función ideológica al describir el mundo  (Voloshinov 1992), por ejemplo, ¿por qué nos llaman  Tercer Mundo, qué situación describe exactamente la expresión daños colaterales?
Dr. Pedro Santander