Ismael Guzmán Torrico es sociólogo de
CIPCA Beni
Actualmente se desarrolla en
Mojos una peculiar caminata indígena, y muy pocos nos hemos enterado en el país
al respecto. Se trata de la “Caminata de reafirmación de nuestro derecho
histórico sobre el área de bosque Tsimane”, iniciada el 5 de julio por indígenas
mojeños, movimas y tsimanes, y cuya duración estimada será de 12 días. Esta
caminata forma parte de las estrategias de resistencia indígena ante el riesgo
de que el Gobierno dote el bosque Tsimane a otros sectores sociales para su
aprovechamiento, desnaturalizando así su condición de territorio indígena
ancestral.
Recordemos que, como resultado
de la primera marcha indígena de 1990 denominada “Por el territorio y la
dignidad”, el Estado reconoció la propiedad indígena de esta área mediante el
DS 22611, el cual establece que ese espacio territorial les será restituido una
vez concluyan los contratos de concesión forestal aún vigentes. La actual
caminata confirma, una vez más, que aún no se ha superado el histórico
conflicto entre el Estado y los pueblos indígenas, resultante de la
contraposición de lógicas e intereses distintos entre ambos.
La historia de la relación entre
los pueblos indígenas y el Estado fue invariablemente de resistencia de los
primeros y de negación del segundo; cada cual desde su visión y sentido
históricos, aún con los actuales preceptos constitucionales. En esta relación
de conflicto con el Estado, la acción de los pueblos indígenas, como la de esta
caminata, ratifica la continuidad de al menos dos componentes que hacen a su
naturaleza socio-cultural: la defensa intransigente del territorio indígena y
la estrategia de defensa empleada.
La defensa del territorio no
responde a una agenda monotemática, pues también reivindica la autonomía
indígena, la participación política, el desarrollo a partir de sus lógicas,
etcétera. Pero el territorio es la base de su forma cultural, por tanto, es la
temática más sensible y prioritaria de su agenda.
El territorio fue el tema
intrínseco de las nueve marchas indígenas realizadas en las últimas tres
décadas, e indudablemente aún lo continuará siendo, puesto que solamente se han
logrado restituciones territoriales parciales, espacios residuales,
fragmentados por fronteras político administrativas o de otra índole; con
espacios geográficos discontinuos, coartados por otros tipos de propiedad; con
su diversidad ecológica restringida y en algunos casos, hasta cercenada.
Además, con un proceso de saneamiento inconcluso y una seguridad territorial
debilitada, la prioridad de la agenda indígena se ha visto reducida.
Ya estamos familiarizados con
las marchas indígenas desde la Amazonía hasta la ciudad de La Paz, a través de
un conmovedor despliegue de esfuerzo físico. El sacrificio colectivo e
individual de estas movilizaciones equivale a la dimensión del riesgo o la
afectación de sus históricos espacios de vida material y espiritual. Las
marchas indígenas no buscan evidenciar el conflicto, son la búsqueda de un
encuentro de diálogo. No son una manifestación en pro de una demanda postergada
y menos de una adicional; constituyen un pedido de respeto a lo que se tuvo y a
lo que aún se tiene. Las marchas indígenas son una vía dirigida a evitar el
conflicto.
En el caso de la caminata que
hoy nos ocupa, se trata de una movilización similar a la marcha indígena en su
sentido simbólico, pero distinta en su interlocutor: es una caminata hacia
dentro del territorio, es un encuentro consigo mismos; “con el lugar de dónde
venimos”, en palabras de uno de los líderes indígenas; un reencuentro con los
espíritus protectores de su territorio para reafirmar su defensa.
Pareciera que ni el Estado ni la
sociedad han logrado comprender aún estas formas extremadamente pacíficas de
protesta. Urge superar la clásica acción de confrontación establecida en los
protocolos de gestión de conflictos. Las formas pacíficas no son necesariamente
expresiones de debilidad. El movimiento indígena lleva siglos resistiendo bajo
sus propios métodos de defensa del territorio. Las marchas indígenas ya llevan
27 años sucediéndose, y si bien el Estado se ha portado muy poco flexible ante
su resistencia, los pueblos indígenas tampoco fueron desarticulados como
movimiento político.
Al parecer tampoco logramos
comprender las connotaciones humanas, espirituales ni políticas de estas formas
de protesta, que son en esencia formas de resistencia. Pareciera que quedamos
indiferentes ante tanto pacifismo; insensibles ante los densos códigos
culturales que manejan en su acción movilizadora; de ahí el estado de negación
en el que subsisten. Para los pueblos indígenas, la plurinacionalidad del país
es aún una utopía.
Esta intracaminata de
reafirmación del derecho sobre el bosque Tsimane es una más de las
microacciones de resistencia que realizaron y continúan realizando los pueblos
indígenas en la Amazonía del país. En estos últimos tiempos, esas acciones de
baja visibilidad están especialmente relacionadas con megaproyectos que
amenazan los territorios indígenas, aunque de causa distinta a la del caso
específico del bosque Tsimane.
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